domingo, 16 de enero de 2011

Demencia senil

Cuentan los historiadores en eso del negociado del estómago, que los
cultos llaman gastronomía, que Carlos I de España y V de Alemania, el
primer Habsburgo que gobernó con poder absoluto nuestro país sin saber
ni palabra de español, era un glotón. Como casi todos los reyes
glotones, y los que no eran monarcas pero que tenían dineros suficientes
para cultivar la pompa y las vanidades al tiempo que una excesiva
ingesta de toda suerte de alimentos, Carlos V pagó con su salud los
atracones que se pegó a costa del dinero de nuestros antepasados.

Giaccomo Casanova, el muy honorable veneciano Caballero de Seingalt, se
quejaba, al parecer, de próstata, fruto quizás de la sobrecarga a la que
sometió dicho órgano a lo largo de su dilatada vida, salteada de
cientos de romances consumados de los que se cuidó de dar buena cuenta
en los cinco tomos de sus memorias. En una película, “La noche de
Varennes”, de Ettore Scola, en la que coinciden en la misma diligencia,
Restif de la Bretón, Thomas Payne y el primer “latin lover” de la
historia, el guionista le atribuye a Casanova, mientras se quejaba de su
próstata en desgracia, la frase de que “Dios nos castiga por donde
pecamos”.

A mí me gustaría quejarme de próstata, llegada la edad de Casanova, pero
me temo que tendré conformarme con una demencia senil o un mal de
Alzheimer, ya que la mayor parte de las maldades que he hecho en mi vida
han sido de palabra más que de obra, y por lo general de palabra
escrita, como estas que trato de poner ahora, una delante de otra.
Supongo que traigo esto a colación porque como no se contenta quien no
quiere, a mi me cabe el consuelo de que, ya que soy fumador, por lo
menos creo que el Parkinson lo tengo prevenido y, si me apuran, el
Alzheimer, la depresión y otras psicopatologías a las que darle un
ahumado, como al salmón, no les viene mal, según las últimas
investigaciones realizadas por científicos gallegos que  me merecen
confianza.

Claro que, yo no sé si creer en las estadísticas – ya saben esa ciencia
de la mentira según la cual si el dueño de mi casa tiene dos viviendas y
yo ninguna, ambos tenemos una cada uno— porque me temo que cuando dicen que los fumadores no padecen demencia senil debe ser, más bien porque el destino (los médicos le llaman enfisema, cáncer y otras palabrotas malsonantes) no les lleva –no nos lleva– a ser tan longevos como la canadiense Marie Louise Febronie Meilleur, quien recuerdo que hace unos años era la persona más anciana de este planeta, al abandonarlo a sus 117 años.

Que la pobre mujer padecía ya alguno de los achaques propios de esas
edades, a las que tan sólo unos pocos desgraciados llegan, lo demuestra
el hecho de que hubiese dicho que el secreto de su larga vida fue el
trabajo constante. Atribuyen a su boca la frase de que “trabajar duro no
mata a nadie”, muy parecida a la que los sicarios de ese señor bajito,
moreno y con bigote (el de “España va bien”, no. Otro), estampaban en
forja de acero de la Krupp a la entrada de los campos de concentración y
que decían, con similar ironía que “El trabajo os hará libres”.

Todo lo que hace un par de décadas quitaban de la dieta ahora nos
conviene. El aceite, el vino, el jamón, el pescado azul y últimamente,
el tabaco. Hasta han dicho hace poco que comer nécoras en la infancia
ayuda a desarrollar el cerebro. Ya empiezan a tardar más de la cuenta en
descubrir lo saludable que son unos buenos pasteles para adquirir
tranquilidad de espíritu después de una comida. Pero, del trabajo duro
como método para alargar la vida... a mí eso me suena a herejía.

Ojo. Por menos, quemaron a Miguel Servet. Y yo siempre llevo mechero.

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