martes, 15 de enero de 2013

Las mejores cristinas del mundo

La cristina es la reina de la bollería artesana, con su crema pastelera y su cobertura de coco encostrada. Las mejores las hace la Confitería Solla, de Vigo. ©F.J.Gil


Si tuviera que elegir el dulce primordial, aquel que me transporta a la infancia, no lo dudaría. La cristina. Una cristina canónica es un dulce redondo de masa esponjosa y jugosa, relleno de crema pastelera y que lleva una cobertura de coco tostado que se encostra en la parte superior y que se esconde tras un espolvoreado de azúcar glas. A su elaboración estaban consagrados los artesanos de las pastelerías y muy pocas panaderías las ofrecían en sus despachos.
La cristina es un dulce de semana. Un dulce para la merienda. Los domingos estaban reservados para los pasteles, las tartas, etcétera. Cuando mi madre, me decía una tarde ¿quieres un dulce? Aquella era una pregunta retórica que no esperaba respuesta. No era necesario, ni decir sí, ni decir cuál. Tampoco era preciso especificar “una cristina rellena de crema”. Eso sería un pleonasmo, como decir “funcionario público”. Las cristinas siempre eran rellenas de crema y los funcionarios siempre son públicos (al menos hasta ahora. No sé cómo quedará la cosa cuando se vayan Rajoy o Garvey).
Cuando en 1975 llega a Vigo “El corte inglés”, su pastelería desembarca con aires madrileños e incorpora al repertorio de la bollería dulce la napolitana –entonces solo rellena de crema– y la bamba, que era una versión algo capitalina de la tradicional cristina. La bamba era redonda y rellena o de crema o de nata. También había bambas con una cobertura de chocolate. Con el tiempo, comenzaron a convertirse en sinónimos, la cristina y la bamba y hoy encontramos muchos despachos de panadería y pastelerías en las que ofrecen cristinas de nata, cristinas de chocolate… Pero no. No es eso.  Son modelos desvirtuados de un dulce original que se pasea por los recuerdos de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud...
La edad en la que comí más cristinas fue entre los 15 y los 20 años. También fue el tiempo en el que leí más libros. Fueron cientos de cristinas y alrededor de un millar de libros.

Cuando me fui a estudiar a Madrid en 1979 pensé que las echaría de menos pero, por suerte, encontré una confitería muy céntrica en la que las hacían tan ricas como las que compraba en Vigo. Nada que ver con las bambas. Nunca olvidaré la cristina que comí el jueves, 13 de diciembre de 1979. Era un día de lucha estudiantil contra la Ley de Autonomía Universitaria, la LAU. Por la mañana había habido una manifestación autorizada y  que había acabado como el rosario de la aurora, con una carga policial a caballo. Por la tarde, habría otras tres manifestaciones, dos de ellas ilegales. Una de las ilegales, organizada por los sindicatos estudiantiles de la Complutense, la Autónoma y la Politécnica estaba convocada en la calle Princesa.
No me había enterado de que tal manifestación se iba a producir hasta que me vi metido de lleno en ella. Acababa de comprarme una cristina y me dirigía por Gran vía en dirección a la Plaza de España hacia la estación de Príncipe Pío para comprar el billete de regreso a casa por navidad cuando, de repente, vi que la calle se llenaba de policías porra en mano, mientras mucha gente desaparecía por la boca de metro de Santo Domingo escapando de la carga. Otros, que no llegaron a conseguirlo, caían a porrazos a pocos metros de mí. Me di cuenta de que no tenía escapatoria. Tenía frente a mí, a más de una docena de grises sin ningún lomo que batir salvo el mío. Echar a correr en esas circunstancias era un disparate. Tuve tiempo para pensar “me van a hostiar entre todos esos energúmenos que vienen hacia aquí y para colmo me van a esmagar la cristina”.
Entonces eché mano de la cristina y me puse a comerla. Fue como llevar en la mano el Santo Grial. La furia policial contra la que creí que ya no tenía nada que hacer, se desvió en una fracción de segundo, salvo uno que se acercó a mí, me cogió por un brazo y me apartó hasta con cierta delicadeza mientras me decía “cuidado, que le pueden hacer daño”.
No había sido yo, con mi aspecto, había sido la cristina la que infundió respeto. Si hubiera llevado un libro en la mano me habrían deslomado. Unos minutos después, en la calle de Embajadores donde se estaba desarrollando la tercera manifestación de la tarde la carga policial se desmadró. A las porras, las pelotas de goma y los botes de humo se sumaron los disparos y hubo dos muertos. La LAU nunca se llegaría a aprobar.
El coco en la cubierta, bien espolvoreado de azúcar glas, forma parte de la gracia de este dulce. ©F.J.Gil

Pero yo venía a hablaros de las cristinas. Cuando quiero comer una buena cristina, tan rica como las de mi infancia, capaz de hacer que resplandezca la paz en una violenta carga policial, acudo a la Confitería Solla de Vigo. Al igual que lo hacía el fundador de dicho establecimiento, su actual propietario y maestro mastelero Paco Rodríguez sigue elaborando unas espléndidas cristinas, en mi opinión las mejores del universo conocido. Reconozco que los gustos son subjetivos y a mí, personalmente, todos los pasteles de Solla me parecen los mejores con diferencia, al igual que sus croissants, sus roscones, roscones de niza, sus tartas mascota, hojaldres... Pero en el caso de las cristinas ya no es una cuestión de gusto. Su calidad insuperable constituye una verdad absoluta. Y la buena noticia es que a Paco todavía le quedan años para jubilarse,  y que su hijo Edgar las hace igual de ricas. Así que tendremos cristinas para ésta vida y para la siguiente.
La crema pastelera de la Confitería Solla es cien por cien natural, sin conservantes ni polvitos que tanto proliferan ahora en el gremio. Eso se nota en las cristinas. ©F.J.Gil
 

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