lunes, 31 de marzo de 2014

Un aeropuerto para Adolfo Suárez

Foto Balta32
Ya está perpetrado. Me refiero al cambio de nombre del aeropuerto de Madrid. Imagino que muchos lo considerarán ir contra corriente, pero a mí me parece un disparate que para lavar la conciencia de quienes odiaron o, en el mejor de los casos, ignoraron en vida a Adolfo Suárez le tributen un reconocimiento póstumo propio de insensatos olvidadizos. Esto me suena a alguien que se olvida de comprar un regalo y a última hora envuelve en papel de charol una figurita de Sargadelos que tenía en una estantería.
No es serio. No es serio andar cambiando los nombres de las cosas ni de los lugares. El aeropuerto de Madrid se llama Barajas. Ya tiene nombre. Como lo tienen el de Barcelona, el de Santiago… el de Redondela, que también es de Vigo y de Mos, se llama Peinador como el antiguo apeadero del ferrocarril inconcluso entre Vigo y Mondariz, en honor a Enrique Peinador, el promotor de aquel trazado y del balneario de Mondariz.
Entre los argumentos peregrinos que he escuchado a favor del cambio de nombre está el de que los países de nuestro entorno le dedican sus aeropuertos a presidentes: Charles De Gaulle, Kennedy, Sa Carneiro… En Francia no se les ocurrió cambiarle el nombre a Orly cuando murió De Gaulle en 1970. Esperaron a 1974 e inauguraron el aeropuerto de Roissy con el nombre del que fuera general y presidente de la república. En Estados Unidos, Kennedy lleva el nombre de uno de los tres o cuatro aeropuertos de Nueva York (y también un portaviones). Pero hablamos de jefes de estado, no de jefes de gobierno, que es lo que era Suárez. Y en Portugal, que tienen un humor negro extraordinario, le pusieron el nombre del aeropuerto de Porto a un jefe de gobierno que murió en accidente aéreo. Pero no conozco a nadie de mi entorno, y son muchos los que van a ese aeropuerto a coger aviones, que le llamen Sa Carneiro. Todo el mundo dice Aeropuerto de Porto (o de Oporto), supongo que porque no es muy saludable mentar a un muerto en un avión cuando vas a coger un vuelo.
Además de un despropósito, el cambio de nombre al aeropuerto de Barajas es un acto de mala conciencia. La mayoría de los políticos españoles ya daban por muerto a Adolfo Suárez. Lo habían enterrado en 1991 cuando desapareció del mapa el Centro Democrático y Social, su último experimento fallido. Aquella fue su muerte política. Suárez fue como Gorbachov, como Moisés, el hombre instrumento. Moisés llevó al pueblo de Israel por el desierto. No se habría ganado la vida como guía de grupos pues los mareó durante cuarenta años de aquí para allá cuando el viaje tendría que haberlo zanjado en unas semanas. Hoy todo el mundo habla bien de Moisés, hasta se le dedicó una película protagonizada por Charlton Heston. Pero lo cierto es que a Moisés lo castigaron sin entrar en la tierra prometida. A Gorbachov le dieron el premio Nobel de la Paz, como artífice de la “democratización” de la URSS. Tenía la virtud de caer bien y la desgracia de hacerlo todo bastante chapuceramente, aunque con buenas intenciones. De aquellos polvos vienen ahora estos lodos, como el asunto de Ucrania y Crimea. Y de Suárez ¿qué os voy a decir? Fue el elegido por el Rey para desmontar el franquismo. Hizo su papel tan bien como supo, pero en el camino fue convirtiendo en enemigos hasta a sus propios amigos. Puede que nadie quiera recordarlo ya, pero en el “ruxe ruxe” que había antes de su dimisión y que tenía por objetivo quitarlo de en medio con un “gobierno de salvación nacional” estaban todos en el ajo: militares, socialistas, centristas… Lo que sucedió es que en España hasta las conspiraciones se hacen a cámara lenta y antes de conseguir que Armada fuese presidente, Suárez ya había dimitido. El golpe de estado fue un ejemplo de que inteligencia y militar son dos palabras que no encajan, como agilidad burocrática, dos oxímoros. Y para cuando Tejero enseñó su bigote en el Congreso ya se habían desapuntado de la intriga la mayoría de los conspiradores. El mandato de Suárez, no podemos olvidarlo, comenzó como una brillante epopeya pero acabó como un sainete.
Hay cosas que no las lava ni el jabón ni el cambio de nombre de un aeropuerto.

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