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jueves, 29 de diciembre de 2011

El parto de Fukushima


Se han cumplido nueve meses desde el desastre ocurrido en la central nuclear de Fukushima Daiichi. El terremoto y el maremoto son minucias que ya han pasado a la historia. Japón es un país rico y con mucha capacidad para sobreponerse a ese tipo de desgracias. Pero Fukushima es otra cosa. Tras nueve meses, el tiempo de un parto, la central nuclear nos deja su regalo envenenado: un radio de veinte kilómetros a los que no podrán regresar sus antiguos habitantes durante décadas; el desmantelamiento de una central nuclear fuera de servicio que  requerirá miles de trabajadores durante cuarenta años; más de cuarenta y cinco millones de metros cúbicos de residuos radiactivos que tardarán siglos en volver a ser inertes; todo un mar plagado de cesio radiactivo, un isótopo altamente cancerígeno que está alimentando los atunes y demás  peces del Mar del Japón y numerosa fauna y flora del Pacífico. El  legado maldito de Fukushima Daiichi nos perseguirá durante generaciones y da igual que estemos al otro lado del mundo, para la radiactividad también existe la globalización.
Si tuviéramos que evaluar los costes de todos estos perjuicios, incluyendo las indemnizaciones a los miles de granjeros que durante años y años tendrán que arrojar a la basura sus cosechas y a los ganaderos que no podrán vender la leche o la carne o cualquier otro producto, la cifra resultaría tan astronómica que nos habría dado recursos suficientes como para organizar no una, sino varias expediciones a Marte. Estos son los costes de la energía nuclear que  sus defensores ocultan cuando echan las cuentas de la lechera y nos tratan de vender la moto de que es la energía más limpia y barata que existe. Barata, nada y limpia, tampoco.

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