Foto Balta32
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No es serio. No es serio andar cambiando los nombres de las
cosas ni de los lugares. El aeropuerto de Madrid se llama Barajas. Ya tiene
nombre. Como lo tienen el de Barcelona, el de Santiago… el de Redondela, que
también es de Vigo y de Mos, se llama Peinador como el antiguo apeadero del
ferrocarril inconcluso entre Vigo y Mondariz, en honor a Enrique Peinador, el
promotor de aquel trazado y del balneario de Mondariz.
Entre los argumentos peregrinos que he escuchado a favor del
cambio de nombre está el de que los países de nuestro entorno le dedican sus
aeropuertos a presidentes: Charles De Gaulle, Kennedy, Sa Carneiro… En Francia
no se les ocurrió cambiarle el nombre a Orly cuando murió De Gaulle en 1970.
Esperaron a 1974 e inauguraron el aeropuerto de Roissy con el nombre del que
fuera general y presidente de la república. En Estados Unidos, Kennedy lleva el
nombre de uno de los tres o cuatro aeropuertos de Nueva York (y también un
portaviones). Pero hablamos de jefes de estado, no de jefes de gobierno, que es
lo que era Suárez. Y en Portugal, que tienen un humor negro extraordinario, le
pusieron el nombre del aeropuerto de Porto a un jefe de gobierno que murió en
accidente aéreo. Pero no conozco a nadie de mi entorno, y son muchos los que
van a ese aeropuerto a coger aviones, que le llamen Sa Carneiro. Todo el mundo
dice Aeropuerto de Porto (o de Oporto), supongo que porque no es muy saludable
mentar a un muerto en un avión cuando vas a coger un vuelo.
Además de un despropósito, el cambio de nombre al aeropuerto
de Barajas es un acto de mala conciencia. La mayoría de los políticos españoles
ya daban por muerto a Adolfo Suárez. Lo habían enterrado en 1991 cuando
desapareció del mapa el Centro Democrático y Social, su último experimento
fallido. Aquella fue su muerte política. Suárez fue como Gorbachov, como
Moisés, el hombre instrumento. Moisés llevó al pueblo de Israel por el
desierto. No se habría ganado la vida como guía de grupos pues los mareó
durante cuarenta años de aquí para allá cuando el viaje tendría que haberlo
zanjado en unas semanas. Hoy todo el mundo habla bien de Moisés, hasta se le
dedicó una película protagonizada por Charlton Heston. Pero lo cierto es que a
Moisés lo castigaron sin entrar en la tierra prometida. A Gorbachov le dieron
el premio Nobel de la Paz, como artífice de la “democratización” de la URSS. Tenía la
virtud de caer bien y la desgracia de hacerlo todo bastante chapuceramente,
aunque con buenas intenciones. De aquellos polvos vienen ahora estos lodos, como
el asunto de Ucrania y Crimea. Y de Suárez ¿qué os voy a decir? Fue el elegido
por el Rey para desmontar el franquismo. Hizo su papel tan bien como supo, pero
en el camino fue convirtiendo en enemigos hasta a sus propios amigos. Puede que
nadie quiera recordarlo ya, pero en el “ruxe ruxe” que había antes de su
dimisión y que tenía por objetivo quitarlo de en medio con un “gobierno de
salvación nacional” estaban todos en el ajo: militares, socialistas, centristas… Lo que sucedió es que en España hasta las conspiraciones se hacen a cámara lenta y antes de conseguir que Armada fuese presidente, Suárez ya había dimitido. El golpe de estado fue un ejemplo de que inteligencia y militar son dos palabras que no encajan, como agilidad burocrática, dos oxímoros. Y para cuando Tejero enseñó su bigote en el Congreso ya se habían desapuntado de la intriga la mayoría de los conspiradores. El mandato de Suárez, no podemos olvidarlo, comenzó como una brillante epopeya pero acabó como un sainete.
Hay cosas que no las lava ni el jabón ni el cambio de nombre de un aeropuerto.
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