sábado, 16 de noviembre de 2019

Berlín, noviembre de 1989. Capítulo 2: Todos contra el muro


El muro estaba montado por secciones, tomadas con cemento. Muchas manos, con picos, destornilladores, martillos, mazos, iniciaron su derribo popular, a lo largo del fin de semana del 10 al 12 de noviembre. © F. J. Gil
La mañana siguiente, lunes 13 de noviembre, la ciudad se despertaba con un frío gélido. Al menos era lo que me parecía a mí. Cuando llegué al coche y vi que la botella de agua que había dejado en el asiento trasero estaba congelada, tuve la certeza de que no era la percepción de un viajero procedente de tierras más templadas. Yo venía preparado para la lluvia, que encontré por el camino en cantidades torrenciales, pero no para un frío siberiano que se escarchaba en mi barba, sobre todo, a partir de las cuatro o cinco de la tarde, que allí ya era casi noche. A las tres ya no había luz para poder filmar con la cámara de súper 8 (no había tenido la ocurrencia de comprar película de más sensibilidad y llevaba la tradicional de 40 ASA). Total, que a la vista de esa precariedad, y aunque nos habíamos levantado a una hora desde nuestro punto de vista, madrugadora (las ocho de la mañana), a partir del día siguiente decidimos adelantarla para poder estar desayunando a las seis de la mañana. Todavía me hace gracia recordar a Sesé mientras bajábamos en el ascensor a la sala del desayuno que me decía:


–¡Corre! ¡Corre, que se nos hace de noche!


Oficina móvil de la SparKasse, es decir, la caja de ahorros. © F.J. Gil
Volviendo a la mañana del lunes, una de las primeras cosas que me llamó la atención al salir a la calle fue ver, por la Kurfürstendamm y la BudapeterStrasse, algunos coches que no parecían de aquella isla del capitalismo en medio de la Alemania Oriental. Lo normal era ver Mercedes, Audis, Volkswagen, algún que otro Opel… en fin, coches de propios de una sociedad pudiente. Muy pudiente. De repente, veías pasar los pequeños Trabant, fabricados en la RDA, algunos muy antiguos. Otros, más modernos, como el Wartburg. Eran los modestos utilitarios del Este. De vez en cuando, un Lada, un Skoda… Era día 13, hacía 4 días que se había abierto la frontera para los alemanes del otro lado del muro, y todavía seguía abierta. Porque el miedo entonces, luego me enteré, era que de la misma manera que habían abierto la mano, la pudiesen volver a cerrar.
Al ir a un banco para cambiar pesetas por marcos (entonces la peseta estaba fuerte y el cambio era muy ventajoso, la cosa cambió con el 92), me encontré con enormes colas. Era tal la avalancha que incluso la Caja de Ahorros (Sparkasse), emplazó en puntos estratégicos como la estación del Zoo, oficinas móviles para atender la demanda de cambio. Alemanes de la zona oriental querían cambiar sus marcos de allí, teóricamente al mismo valor que el occidental, pero en el mercado muy por debajo. Imaginé, entonces que los miles que ya había cruzado, (luego supe que no eran miles, sino decenas de miles) venían a comprar y luego volvían, como nosotros cuando vamos a Portugal. Pero no era esa la realidad de todos. Muchos venían para reencontrarse con familiares de los que habían quedado separados por el muro. Una ciudad partida en dos y también muchas relaciones familiares, de padres e hijos, de hermanos, de abuelos, también de amigos, tal vez de amantes. El muro fue, sobre todo, un gran drama para miles de personas que, 28 años después podían volver a encontrarse con sus seres queridos.

Por las principales avenidas fueron instalados comedores sociales. © F.J. Gil
A no mucha distancia del Europa Center, voluntarios de servicios sociales atendían un comedor de campaña, instalado para acoger a los recién llegados. Ahora el número era mayor, porque habían abierto nuevas puertas en el muro a golpe de martillos neumáticos y palas excavadoras que estaban, literalmente creando nuevos pasos. Una de esas nuevas puertas daba a la Postdamerplatz, y la habían comenzado a abrir el domingo. Cuando llegamos a ella, todavía estaban trabajando cuadrillas de soldados y palas excavadoras, mientras pasaban, unos a pie y otros en coche, los habitantes del otro Berlín.


Este descampado era en noviembre de 1989 la populosa Postdamerplatz, uno de los centros neurálgicos del Berlín del primer tercio del siglo XX, Alemanes del Este regresan con compras a casa, por la puerta abierta entre el domingo 12 y el lunes 13 de noviembre, mientras otros entran en Berlín Occidental y son recibidos en un campamento improvisado del ejército británico. La estructura que se ve al fondo y en el lateral de la derecha, con una gran marquesina de cristal, era la primera línea de tren de levitación magnética que se construyó en el mundo. Acababa de inaugurarse tras más de cien mil kilómetros de pruebas para garantizar su seguridad. Aunque el Maglev o tren de levitación magnética podía viajar a una velocidad de más de 500 kilómetros por hora, en Berlín nunca llegó a superar los 80 km/h. Poco tiempo después fue vendido a China, que lo instaló en Shanghai. 
La Postdamerplatz
Además de la Puerta de Brandeburgo, la Postdamerplatz fue un ejemplo de la dinámica Berlín de principios de siglo XX. Allí se había instalado el primer semáforo de toda Alemania, con el fin de regular la circulación en la que entonces era la plaza con más coches de toda Europa. Cafés, centros comerciales… a su vera se encontraban algunos de los mejores establecimientos y edificios de Berlín. Pero la guerra lo cambió todo. Lo que no fue destruido por las bombas, fue eliminado posteriormente para que el muro la atravesase. En el lado occidental, la plaza no era nada más que un enorme descampado. La película de Wim Wenders, “El cielo sobre Berlín” (1987) tiene una amplia secuencia en ella que muestra la cruda desolación en la que se encontraba hasta el domingo 12 de noviembre. 

Un Wartburg de 3 cilindros cruza el paso de la Postdamerplatz. © F.J. Gil
El lunes, en cambio, con la amplia brecha abierta, parecía como si una bocanada de vida hubiese hecho resucitar ese espacio baldío que, en la parte occidental estaba ocupada por un cuartel de campaña del ejército británico (estábamos en el sector ocupado por los británicos) que recibía a los berlineses orientales con una taza de sopa, un periódico, un plano de Berlín y un billete de diez marcos. Yo estaba merodeando por allí, fotografiando y filmando cómo trabajaban las cuadrillas de obreros, retirando el hormigón de la brecha que todavía estaban ensanchando en el muro, a veces pasaba al lado Oriental, hasta que los Vopos (VolksPolizei, los polis de la Alemania del Este), me empujaron de vuelta al lado occidental. Sería por eso, que al pasar por delante de los soldados británicos me entregaron la taza de sopa, el periódico y el plano de Berlín. Pero entonces vieron que llevaba conmigo una cámara de cine en la mano y una de fotos colgada del cuello y ya no me dieron los diez marcos.  

Lunes, 13 de noviembre por la mañana. Mientras soldados vigilan y obreros amplían la puerta abierta en el muro en la Postdamerplatz, los curiosos se agolpan y berlineses del Este cruzan este nuevo paso, abierto exclusivamente para ellos.
 Para los extranjeros, el único paso posible era a través del Check Point Charlie, en el sector americano. De él hablaremos
 en el siguiente capítulo © F.J. Gil
Whisky, Vodka, Coñac y Coca Cola
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Berlín había quedado dividida en cuatro sectores, controlados por otros tantos ejércitos de ocupación, los vencedores de la guerra: Unión Soviética, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. La URSS (hoy Rusia menos algunas repúblicas que se segregaron de la unión), ocupaba todo el territorio de Berlín Oriental y un monumento al soldado soviético, que quedaba en el lado occidental. Era el “sector del Vodka”. El Berlín Occidental tenía sus distritos repartidos en tres sectores: Francia (Coñac), Gran Bretaña (Whisky) y Estados Unidos (Coca Cola). El sector norteamericano comprendía los distritos de Neukölln , Kreuzberg , Tempelhof , Schöneberg , Steglitz y Zehlendorf y el punto más famoso de la historia de la guerra fría: el Check Point Charlie, el único paso entre ambos berlines, oriental y occidental, por el que podían pasar los extranjeros, es decir, no alemanes de cualquiera de los dos lados.

Monumento al soldado soviético, en el Tiergarten, en pleno corazón de Berlín Occidental. © F.J. Gil
Resultaba curioso, entonces, visitar el Monumento al Soldado Soviético, en la Avenida 19 de junio, en Tiergarten. Una guardia permanente de soldados del Ejército Rojo rendía honores en este monumento, con sus cambios de guardia muy marciales, vigilados por soldados de la brigada de ocupación británica, ya que dicho monumento estaba en el que entonces era el sector del Whisky. Y vigilados, los unos y los otros, por la policía alemana, formándose así un triple círculo concéntrico de vigilantes alrededor del difunto soldado soviético.

El muro

Resultaba impresionante el número de niños que acudían al
salir de clase para curiosear por el muro y participar en lo
que ya se consideraba un hito histórico para Berlín y para
toda Europa.
Entre la Postdamerplatz y la Puerta de Brandeburgo, el muro era un hervidero de todo tipo de gentes: turistas que se acercaban para curiosear; niños que ya habían salido del colegio y llegaban a centenares, asomándose entre los boquetes recién creados, o por los agujeritos que algunos habían llegado a provocar a base de golpe de martillo y cincel ante la impasible mirada de los policías que estaban subidos al muro. Querían saber qué había tras esa pared de hormigón sobre la que existían todo tipo de leyendas, de historias, muchas de ellas de ficción, casi todas, como os contaré en la próxima entrega, superadas por la realidad. Eran cientos los que con lo que tenían a mano, destornilladores, martillos, mazos, piolets, picos… intentaban sacar un trozo del muro, bien por llevarse un recuerdo, bien por contribuir a su derribo, aunque fuese de manera simbólica. 

Yo también me traje, no un trozo de muro, sino una docena o tal vez más, ahora ya no lo recuerdo porque los regalé todos menos uno. Todos muy pesados, que cogía, al principio con rubor y finalmente sin ningún disimulo, del punto en el que el martillo neumático de un obrero rompía la base del muro y de su cimentación, para que luego la pala pudiese retirar un bloque completo.


Incluso con una piedra. Todos los que se acercaban al muro querían contribuir a su desaparición. © F.J. Gil
La policía, de uno y otro lado, contemplaba desde lo alto del muro los acontecimientos. Por primera vez en 28 años su papel era de meros observadores. © F.J. Gil


El final de la Avenida 17 de junio era el muro, interrumpiendo su paso hacia la Puerta de Brandeburgo. © F.J. Gil 



martes, 12 de noviembre de 2019

Berlín, noviembre de 1989, la semana que cayó el muro (I)

La avenida 17 de junio con la Puerta de Brandeburgo al fondo, en la noche del 12 de noviembre de 1989. Televisiones de todo el mundo emitían sus informativos desde aquí. © Francisco J. Gil





Yo pensaba irme de vacaciones a Portugal, aprovechando unos días libres aquel noviembre de 1989. Pero al ver las noticias de las colas apelotonándose por los puntos de frontera del muro de Berlín, el 9 de noviembre por la noche, decidimos sustituir el largo fin de semana de placer por un viaje que, ya aquel mismo día sabíamos que iba a ser histórico.

Mientras hacíamos los preparativos en la mañana del 10 de noviembre, que era viernes, ya era un hecho casi sabido que el muro iba a ser derribado. Habíamos estado en Berlín trece meses antes. También habíamos ido en coche. Me había llamado la atención la omnipresencia del muro en la ciudad. Te guiabas por un mapa para ir de un lugar a otro y, de repente, la ruta que habías decidido tomar se veía interrumpida por una muralla de hormigón. Eso solía suceder con mucha frecuencia. El año de mi nacimiento, 1961, fue también el año en el que levantaron el muro. Quería ver cómo caía, cómo lo sobrevivía en un tiempo en el que parecía que las cosas iban a cambiar el mundo. El muro y yo teníamos 28 años.

Agua y libros

Salimos de Vigo a las ocho de la tarde del viernes 10 de noviembre, después de haber intentado, en vano, arreglar el radiador y el radio cassete al coche. Para lo primero, la solución fue sencilla: llevar una garrafa de agua de 5 litros. Cada vez que la calefacción dejaba de dar calor quería decir que no había agua suficiente en el circuito. Paraba, echaba los cinco litros y en la siguiente gasolinera volvía a llenar la garrafa para cuando volviera a suceder. El remedio era tan económico que el radiador siguió trabajando así durante los siguientes cien mil kilómetros que seguí teniendo aquel Renault 14, con el que había llegado a Sarajevo y a Dubrovnik en 1984 y al desierto del Sahara en 1987, justo dos años antes, también un mes de noviembre. El segundo problema, tampoco tuvo difícil solución. Llevamos unos libros. En el viaje íbamos Sesé y yo. Quien no conducía, leía en voz alta y nos íbamos relevando cada cierto tiempo. El primer libro fue “Nuestro hombre en La Habana”, de Graham Greene. La escritura de Greene resultaba tan entretenida que, pese a que salimos a las ocho de la tarde, no paramos hasta llegar más allá de Valladolid, a las dos y pico de la madrugada del sábado. De aquella no había autovía. Nuestra ruta era llegar a la frontera de La Jonquera por Valladolid, Soria, Tarazona, Zaragoza y tras cruzar los Monegros coger la autopista hasta Francia.

3.100 kilómetros

Imagino a algún lector preguntarse ¿Por qué esa ruta tan larga, que añade unos cuatrocientos kilómetros al viaje, en vez de salir por Hendaya y coger la autopista vasca desde Burgos, más o menos? En 1989, la línea recta no era el camino más corto. Para entrar en Berlín había que cruzar buena parte de la República Democrática de Alemania y el cruce de su territorio solamente se podía hacer por unos pasillos internacionales de los que no estaba permitido salir hasta llegar a destino, que era Berlín Occidental. Además, al igual que este año, en 1989 el mes de noviembre había resultado extraordinariamente lluvioso y frío y en la ruta por Hendaya había riesgo de que algún punto tuviese dificultades de tránsito por heladas, nieve o tormentas.
Mientras averiguábamos cómo nuestro hombre en La Habana se convertía en espía e iba facilitando detalles sobre las instalaciones de misiles que los soviéticos tenían en Cuba a base de mostrar el esquema interior de las aspiradoras de las que era representante, pasamos Lyon, que era la ciudad en la que pensábamos parar a dormir. Pero la novela estaba entretenida y decidimos seguir leyendo y conduciendo hasta finalizar el capítulo, y eso sucedió en Macôn. En un hotel Ibis que había en la salida Macôn Sud, paramos a dormir pasada la medianoche. Así discurrió el sábado 11 de noviembre.
Cruzamos la frontera a Alemania por Estrasburgo. Pero antes paramos en dicha ciudad para intentar conseguir marcos alemanes y de paso, comer. Hicimos lo segundo, pero no lo primero. No nos habíamos dado cuenta de que era domingo y los bancos estaban cerrados. Cruzamos el Rin y entramos en Alemania, perdón, en la República Federal de Alemania, la RFA. Pasamos Baden Baden (no era momento de parar a tomar las aguas, pero lo haríamos seis meses después, en mayo de 1990) y paramos en Heidelberg, ciudad universitaria en la que impartieron docencia Hegel y Weber. Después de varios paseos por sus históricas calles encontramos un hotel en el que conseguimos que nos cambiaran cien dólares por marcos. Por lo menos ya teníamos para llevar algo de dinero en efectivo, ya que la mayoría de los pagos los hacíamos con la Visa.
Frontera de Marienborn, en noviembre de 1989. Foto Günter Mach.
Dejamos Heidelberg con 2.380 kilómetros recorridos desde la salida de Vigo y todavía nos faltaban 465 kilómetros para llegar a la frontera con la RDA.

Helmstedt-Marienborn

Si ponéis Vigo-Berlín, hoy día en Google Maps o en Vía Michelín, os trazará un itinerario en el que prácticamente todo el viaje se hace por autopista. Podréis elegir alternativas. Pero hace treinta años, para entrar en Berlín desde “Europa Occidental”, únicamente había cuatro rutas posibles para viajeros no alemanes, utilizando otros tantos pasillos internacionales, en los que no había salidas a territorio de la Alemania Oriental. Tan solo un control de acceso fronterizo a la entrada y otro a la salida. El de Helmstedt-Marienborn era el más transitado. Permitía un recorrido más corto en suelo de la RDA, en la ruta hacia Berlín que los otros tres: 184 kilómetros. Además, también servía de tránsito para los viajeros que iban hacia Polonia.


Budapesterstrasse, iluminada en la noche, en Berlín Occidental. © FJGil
Llegamos a Berlín pasadas las diez de la noche. El hotel Franke, al que íbamos, está en una calle muy céntrica: la Albrecht Achilles strasse, al lado de la gran avenida principal de Berlín Occidental, la Kurfürstendamm. Buscamos un lugar en el que cenar algo, rápidamente, y nos fuimos hacia la Puerta de Brandeburgo, al final de la avenida 17 de junio, que atraviesa el Tiergarten, el parque público más grande de Berlín, en el que se encuentra el Zoo y una de las estaciones de tren. El final de la avenida, con la puerta de Brandeburgo al otro lado del muro, se había convertido en un gran plató de televisión: lleno de focos, de grúas que elevaban antenas parabólicas, de andamios que improvisaban sets de televisión desde los que transmitían en directo los informativos de canales de todo el mundo. Y, sobre todo, se encontraba uno de los puntos emblemáticos del muro que había sido levantado 28 años atrás.
Plató de televisión improvisado ante el muro justo delante de la Puerta de Brandeburgo. © Francisco J. Gil