martes, 12 de noviembre de 2019

Berlín, noviembre de 1989, la semana que cayó el muro (I)

La avenida 17 de junio con la Puerta de Brandeburgo al fondo, en la noche del 12 de noviembre de 1989. Televisiones de todo el mundo emitían sus informativos desde aquí. © Francisco J. Gil





Yo pensaba irme de vacaciones a Portugal, aprovechando unos días libres aquel noviembre de 1989. Pero al ver las noticias de las colas apelotonándose por los puntos de frontera del muro de Berlín, el 9 de noviembre por la noche, decidimos sustituir el largo fin de semana de placer por un viaje que, ya aquel mismo día sabíamos que iba a ser histórico.

Mientras hacíamos los preparativos en la mañana del 10 de noviembre, que era viernes, ya era un hecho casi sabido que el muro iba a ser derribado. Habíamos estado en Berlín trece meses antes. También habíamos ido en coche. Me había llamado la atención la omnipresencia del muro en la ciudad. Te guiabas por un mapa para ir de un lugar a otro y, de repente, la ruta que habías decidido tomar se veía interrumpida por una muralla de hormigón. Eso solía suceder con mucha frecuencia. El año de mi nacimiento, 1961, fue también el año en el que levantaron el muro. Quería ver cómo caía, cómo lo sobrevivía en un tiempo en el que parecía que las cosas iban a cambiar el mundo. El muro y yo teníamos 28 años.

Agua y libros

Salimos de Vigo a las ocho de la tarde del viernes 10 de noviembre, después de haber intentado, en vano, arreglar el radiador y el radio cassete al coche. Para lo primero, la solución fue sencilla: llevar una garrafa de agua de 5 litros. Cada vez que la calefacción dejaba de dar calor quería decir que no había agua suficiente en el circuito. Paraba, echaba los cinco litros y en la siguiente gasolinera volvía a llenar la garrafa para cuando volviera a suceder. El remedio era tan económico que el radiador siguió trabajando así durante los siguientes cien mil kilómetros que seguí teniendo aquel Renault 14, con el que había llegado a Sarajevo y a Dubrovnik en 1984 y al desierto del Sahara en 1987, justo dos años antes, también un mes de noviembre. El segundo problema, tampoco tuvo difícil solución. Llevamos unos libros. En el viaje íbamos Sesé y yo. Quien no conducía, leía en voz alta y nos íbamos relevando cada cierto tiempo. El primer libro fue “Nuestro hombre en La Habana”, de Graham Greene. La escritura de Greene resultaba tan entretenida que, pese a que salimos a las ocho de la tarde, no paramos hasta llegar más allá de Valladolid, a las dos y pico de la madrugada del sábado. De aquella no había autovía. Nuestra ruta era llegar a la frontera de La Jonquera por Valladolid, Soria, Tarazona, Zaragoza y tras cruzar los Monegros coger la autopista hasta Francia.

3.100 kilómetros

Imagino a algún lector preguntarse ¿Por qué esa ruta tan larga, que añade unos cuatrocientos kilómetros al viaje, en vez de salir por Hendaya y coger la autopista vasca desde Burgos, más o menos? En 1989, la línea recta no era el camino más corto. Para entrar en Berlín había que cruzar buena parte de la República Democrática de Alemania y el cruce de su territorio solamente se podía hacer por unos pasillos internacionales de los que no estaba permitido salir hasta llegar a destino, que era Berlín Occidental. Además, al igual que este año, en 1989 el mes de noviembre había resultado extraordinariamente lluvioso y frío y en la ruta por Hendaya había riesgo de que algún punto tuviese dificultades de tránsito por heladas, nieve o tormentas.
Mientras averiguábamos cómo nuestro hombre en La Habana se convertía en espía e iba facilitando detalles sobre las instalaciones de misiles que los soviéticos tenían en Cuba a base de mostrar el esquema interior de las aspiradoras de las que era representante, pasamos Lyon, que era la ciudad en la que pensábamos parar a dormir. Pero la novela estaba entretenida y decidimos seguir leyendo y conduciendo hasta finalizar el capítulo, y eso sucedió en Macôn. En un hotel Ibis que había en la salida Macôn Sud, paramos a dormir pasada la medianoche. Así discurrió el sábado 11 de noviembre.
Cruzamos la frontera a Alemania por Estrasburgo. Pero antes paramos en dicha ciudad para intentar conseguir marcos alemanes y de paso, comer. Hicimos lo segundo, pero no lo primero. No nos habíamos dado cuenta de que era domingo y los bancos estaban cerrados. Cruzamos el Rin y entramos en Alemania, perdón, en la República Federal de Alemania, la RFA. Pasamos Baden Baden (no era momento de parar a tomar las aguas, pero lo haríamos seis meses después, en mayo de 1990) y paramos en Heidelberg, ciudad universitaria en la que impartieron docencia Hegel y Weber. Después de varios paseos por sus históricas calles encontramos un hotel en el que conseguimos que nos cambiaran cien dólares por marcos. Por lo menos ya teníamos para llevar algo de dinero en efectivo, ya que la mayoría de los pagos los hacíamos con la Visa.
Frontera de Marienborn, en noviembre de 1989. Foto Günter Mach.
Dejamos Heidelberg con 2.380 kilómetros recorridos desde la salida de Vigo y todavía nos faltaban 465 kilómetros para llegar a la frontera con la RDA.

Helmstedt-Marienborn

Si ponéis Vigo-Berlín, hoy día en Google Maps o en Vía Michelín, os trazará un itinerario en el que prácticamente todo el viaje se hace por autopista. Podréis elegir alternativas. Pero hace treinta años, para entrar en Berlín desde “Europa Occidental”, únicamente había cuatro rutas posibles para viajeros no alemanes, utilizando otros tantos pasillos internacionales, en los que no había salidas a territorio de la Alemania Oriental. Tan solo un control de acceso fronterizo a la entrada y otro a la salida. El de Helmstedt-Marienborn era el más transitado. Permitía un recorrido más corto en suelo de la RDA, en la ruta hacia Berlín que los otros tres: 184 kilómetros. Además, también servía de tránsito para los viajeros que iban hacia Polonia.


Budapesterstrasse, iluminada en la noche, en Berlín Occidental. © FJGil
Llegamos a Berlín pasadas las diez de la noche. El hotel Franke, al que íbamos, está en una calle muy céntrica: la Albrecht Achilles strasse, al lado de la gran avenida principal de Berlín Occidental, la Kurfürstendamm. Buscamos un lugar en el que cenar algo, rápidamente, y nos fuimos hacia la Puerta de Brandeburgo, al final de la avenida 17 de junio, que atraviesa el Tiergarten, el parque público más grande de Berlín, en el que se encuentra el Zoo y una de las estaciones de tren. El final de la avenida, con la puerta de Brandeburgo al otro lado del muro, se había convertido en un gran plató de televisión: lleno de focos, de grúas que elevaban antenas parabólicas, de andamios que improvisaban sets de televisión desde los que transmitían en directo los informativos de canales de todo el mundo. Y, sobre todo, se encontraba uno de los puntos emblemáticos del muro que había sido levantado 28 años atrás.
Plató de televisión improvisado ante el muro justo delante de la Puerta de Brandeburgo. © Francisco J. Gil



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