La mañana siguiente, lunes 13 de noviembre, la
ciudad se despertaba con un frío gélido. Al menos era lo que me parecía a mí.
Cuando llegué al coche y vi que la botella de agua que había dejado en el
asiento trasero estaba congelada, tuve la certeza de que no era la percepción
de un viajero procedente de tierras más templadas. Yo venía preparado para la
lluvia, que encontré por el camino en cantidades torrenciales, pero no para un
frío siberiano que se escarchaba en mi barba, sobre todo, a partir de las
cuatro o cinco de la tarde, que allí ya era casi noche. A las tres ya no había
luz para poder filmar con la cámara de súper 8 (no había tenido la ocurrencia
de comprar película de más sensibilidad y llevaba la tradicional de 40 ASA).
Total, que a la vista de esa precariedad, y aunque nos habíamos levantado a una
hora desde nuestro punto de vista, madrugadora (las ocho de la mañana), a
partir del día siguiente decidimos adelantarla para poder estar desayunando a
las seis de la mañana. Todavía me hace gracia recordar a Sesé mientras
bajábamos en el ascensor a la sala del desayuno que me decía:
–¡Corre! ¡Corre, que se nos hace de noche!
Oficina móvil de la SparKasse, es decir, la caja de ahorros. © F.J. Gil |
Volviendo a la mañana del lunes, una de las
primeras cosas que me llamó la atención al salir a la calle fue ver, por la
Kurfürstendamm y la BudapeterStrasse, algunos coches que no parecían de aquella
isla del capitalismo en medio de la Alemania Oriental. Lo normal era ver
Mercedes, Audis, Volkswagen, algún que otro Opel… en fin, coches de propios de
una sociedad pudiente. Muy pudiente. De repente, veías pasar los pequeños
Trabant, fabricados en la RDA, algunos muy antiguos. Otros, más modernos, como
el Wartburg. Eran los modestos utilitarios del Este. De vez en cuando, un Lada,
un Skoda… Era día 13, hacía 4 días que se había abierto la frontera para los
alemanes del otro lado del muro, y todavía seguía abierta. Porque el miedo
entonces, luego me enteré, era que de la misma manera que habían abierto la
mano, la pudiesen volver a cerrar.
Al ir a un banco para cambiar pesetas por marcos
(entonces la peseta estaba fuerte y el cambio era muy ventajoso, la cosa cambió
con el 92), me encontré con enormes colas. Era tal la avalancha que incluso la Caja de Ahorros (Sparkasse), emplazó en puntos estratégicos como la estación del Zoo, oficinas móviles para atender la demanda de cambio. Alemanes de la zona oriental querían
cambiar sus marcos de allí, teóricamente al mismo valor que el occidental, pero
en el mercado muy por debajo. Imaginé, entonces que los miles que ya había
cruzado, (luego supe que no eran miles, sino decenas de miles) venían a comprar
y luego volvían, como nosotros cuando vamos a Portugal. Pero no era esa la
realidad de todos. Muchos venían para reencontrarse con familiares de los que
habían quedado separados por el muro. Una ciudad partida en dos y también
muchas relaciones familiares, de padres e hijos, de hermanos, de abuelos,
también de amigos, tal vez de amantes. El muro fue, sobre todo, un gran drama
para miles de personas que, 28 años después podían volver a encontrarse con sus
seres queridos.
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Por las principales avenidas fueron instalados comedores sociales. © F.J. Gil |
A no mucha distancia del Europa Center,
voluntarios de servicios sociales atendían un comedor de campaña, instalado
para acoger a los recién llegados. Ahora el número era mayor, porque habían
abierto nuevas puertas en el muro a golpe de martillos neumáticos y palas
excavadoras que estaban, literalmente creando nuevos pasos. Una de esas nuevas
puertas daba a la Postdamerplatz, y la habían comenzado a abrir el domingo.
Cuando llegamos a ella, todavía estaban trabajando cuadrillas de soldados y
palas excavadoras, mientras pasaban, unos a pie y otros en coche, los habitantes
del otro Berlín.
La Postdamerplatz
Además de la Puerta de Brandeburgo, la
Postdamerplatz fue un ejemplo de la dinámica Berlín de
principios de siglo XX. Allí se había instalado el primer semáforo de toda
Alemania, con el fin de regular la circulación en la que entonces era la plaza
con más coches de toda Europa. Cafés, centros comerciales… a su vera se
encontraban algunos de los mejores establecimientos y edificios de Berlín. Pero
la guerra lo cambió todo. Lo que no fue destruido por las bombas, fue eliminado
posteriormente para que el muro la atravesase. En el lado occidental, la plaza
no era nada más que un enorme descampado. La película de Wim Wenders, “El cielo
sobre Berlín” (1987) tiene una amplia secuencia en ella que muestra la cruda
desolación en la que se encontraba hasta el domingo 12 de noviembre.
Un Wartburg de 3 cilindros cruza el paso de la Postdamerplatz. © F.J. Gil |
El lunes,
en cambio, con la amplia brecha abierta, parecía como si una bocanada de vida hubiese
hecho resucitar ese espacio baldío que, en la parte occidental estaba ocupada
por un cuartel de campaña del ejército británico (estábamos en el sector ocupado
por los británicos) que recibía a los berlineses orientales con una taza de sopa,
un periódico, un plano de Berlín y un billete de diez marcos. Yo estaba
merodeando por allí, fotografiando y filmando cómo trabajaban las cuadrillas de
obreros, retirando el hormigón de la brecha que todavía estaban ensanchando en
el muro, a veces pasaba al lado Oriental, hasta que los Vopos (VolksPolizei,
los polis de la Alemania del Este), me empujaron de vuelta al lado occidental.
Sería por eso, que al pasar por delante de los soldados británicos me
entregaron la taza de sopa, el periódico y el plano de Berlín. Pero entonces
vieron que llevaba conmigo una cámara de cine en la mano y una de fotos colgada
del cuello y ya no me dieron los diez marcos.
Whisky, Vodka, Coñac y Coca Cola
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial,
Berlín había quedado dividida en cuatro sectores, controlados por otros tantos
ejércitos de ocupación, los vencedores de la guerra: Unión Soviética, Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia. La URSS (hoy Rusia menos algunas repúblicas que
se segregaron de la unión), ocupaba todo el territorio de Berlín Oriental y un
monumento al soldado soviético, que quedaba en el lado occidental. Era el
“sector del Vodka”. El Berlín Occidental tenía sus distritos repartidos en tres
sectores: Francia (Coñac), Gran Bretaña (Whisky) y Estados Unidos (Coca Cola).
El sector norteamericano comprendía los distritos de Neukölln , Kreuzberg ,
Tempelhof , Schöneberg , Steglitz y Zehlendorf y el punto más famoso de la
historia de la guerra fría: el Check Point Charlie, el único paso entre ambos
berlines, oriental y occidental, por el que podían pasar los extranjeros, es
decir, no alemanes de cualquiera de los dos lados.
Monumento al soldado soviético, en el Tiergarten, en pleno corazón de Berlín Occidental. © F.J. Gil |
Resultaba curioso, entonces, visitar el Monumento
al Soldado Soviético, en la Avenida 19 de junio, en Tiergarten. Una guardia
permanente de soldados del Ejército Rojo rendía honores en este monumento, con
sus cambios de guardia muy marciales, vigilados por soldados de la brigada de
ocupación británica, ya que dicho monumento estaba en el que entonces era el
sector del Whisky. Y vigilados, los unos y los otros, por la policía alemana,
formándose así un triple círculo concéntrico de vigilantes alrededor del
difunto soldado soviético.
El muro
Resultaba impresionante el número de niños que acudían al salir de clase para curiosear por el muro y participar en lo que ya se consideraba un hito histórico para Berlín y para toda Europa. |
Entre la Postdamerplatz y la Puerta de
Brandeburgo, el muro era un hervidero de todo tipo de gentes: turistas que se
acercaban para curiosear; niños que ya habían salido del colegio y llegaban a
centenares, asomándose entre los boquetes recién creados, o por los agujeritos
que algunos habían llegado a provocar a base de golpe de martillo y cincel ante
la impasible mirada de los policías que estaban subidos al muro. Querían saber qué había tras esa pared de hormigón sobre la que existían todo tipo de leyendas, de historias, muchas de ellas de ficción, casi todas, como os contaré en la próxima entrega, superadas por la realidad. Eran cientos
los que con lo que tenían a mano, destornilladores, martillos, mazos, piolets,
picos… intentaban sacar un trozo del muro, bien por llevarse un recuerdo, bien
por contribuir a su derribo, aunque fuese de manera simbólica.
Yo también me traje, no un trozo de muro, sino una docena o tal vez más, ahora ya no lo recuerdo porque los regalé todos menos uno. Todos muy pesados, que cogía, al principio con rubor y finalmente sin ningún disimulo, del punto en el que el martillo neumático de un obrero rompía la base del muro y de su cimentación, para que luego la pala pudiese retirar un bloque completo.
Incluso con una piedra. Todos los que se acercaban al muro querían contribuir a su desaparición. © F.J. Gil |
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La policía, de uno y otro lado, contemplaba desde lo alto del muro los acontecimientos. Por primera vez en 28 años su papel era de meros observadores. © F.J. Gil |
El final de la Avenida 17 de junio era el muro, interrumpiendo su paso hacia la Puerta de Brandeburgo. © F.J. Gil |