Qué poca diferencia hay, en ocasiones, entre la física y la política. Pongamos, por caso, el término revolución. La revolución en la física es desplazar un objeto sobre un eje, provocándole un giro de 360 grados. Es decir, que tras dar una vuelta completa, acaba en el mismo sitio. En política una revolución es exactamente igual que en la física con la única salvedad de que, por lo general, el regreso al punto de partida se produce después de dejar un reguero de sangre. He aquí los hechos: la guillotina, aquella máquina humanitaria que ahorró a los familiares de los reos de muerte ver como sus parientes condenados eran quemados, desmembrados, descuartizados, ahorcados, crucificados o decapitados, dejó regueros de sangre, la borbónica incluida, para que al final llegase un emperador; la revolución soviética no fue menos sanguinaria y el resultado final poco cambió -Rusia sigue siendo un país empobrecido por su riqueza, en manos de unos pocos-; ¿y la sangre derramada para conseguir los derechos de los trabajadores? ¿Para acabar con interminables jornadas de quince o más horas? ¿Para poner fin a la explotación infantil? Se ha ido por los sumideros, por las alcantarillas de las ciudades chinas.
Así pues, mientras los ciclistas recorrían las etapas del “Giro de Italia”, en las puertas del sol de toda España asistíamos a otro giro de 360 grados, al final del cual hemos llegado al punto de partida. La democracia real, aquella que debería meter en la cárcel a los causantes de una crisis provocada por la avaricia desmesurada, sigue siendo una fantasía. Un sueño de campistas urbanos que por unos días pensaron que se podía cambiar el mundo. Y cierto. Se puede y se debe cambiar el mundo. Pero está claro que ese no era el camino.
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