A José Manuel Gómez, lector predilecto y amigo (ambas cosas desde hace ya varias décadas)
Las navidades se acaban, como todo. A mí se me acabó una paletilla de cerdo ibérico y mientras cortaba las últimas lonchas, ya cercanas al hueso, un amigo que seguía el suceso como testigo presencial, me recordaba lo muy agradecidos que teníamos que estar al Cid Campeador. No por el poema que tuvimos que estudiar en bachillerato, sino por sus gloriosas gestas en la lucha contra los infieles, aquí en la península ibérica. No tengo nada contra los musulmanes y que Alá me perdone si estas líneas son consideradas una ofensa contra quienes nos legaron el álgebra, nos trajeron el ajedrez, el saneamiento de las ciudades, las almohadas, las almendras y la higiene entre otras muchas maravillas a una península en la que vivían en armonía, musulmanes, judíos y cristianos hasta que Isabel de Castilla se empeñó en aguar la fiesta. Nunca estaremos suficientemente agradecidos a los siete siglos de civilización musulmana. Parece como si aquí solo hubiese que valorar el legado romano, asunto que yo tengo en escasa estima, pues se llevaron más de lo que trajeron.
Las navidades se acaban, como todo. A mí se me acabó una paletilla de cerdo ibérico y mientras cortaba las últimas lonchas, ya cercanas al hueso, un amigo que seguía el suceso como testigo presencial, me recordaba lo muy agradecidos que teníamos que estar al Cid Campeador. No por el poema que tuvimos que estudiar en bachillerato, sino por sus gloriosas gestas en la lucha contra los infieles, aquí en la península ibérica. No tengo nada contra los musulmanes y que Alá me perdone si estas líneas son consideradas una ofensa contra quienes nos legaron el álgebra, nos trajeron el ajedrez, el saneamiento de las ciudades, las almohadas, las almendras y la higiene entre otras muchas maravillas a una península en la que vivían en armonía, musulmanes, judíos y cristianos hasta que Isabel de Castilla se empeñó en aguar la fiesta. Nunca estaremos suficientemente agradecidos a los siete siglos de civilización musulmana. Parece como si aquí solo hubiese que valorar el legado romano, asunto que yo tengo en escasa estima, pues se llevaron más de lo que trajeron.
La cuestión venía al caso por el jamón, bueno, en este caso
una paletilla. Gracias al Cid que contribuyó a que la dominación árabe llegase
a su fin en tierras gallegas –cuentan las leyendas que defendió la fortaleza de
Viana do Bolo frente al sarraceno con gran éxito–, el cerdo forma parte de
nuestra dieta y no es un animal proscrito como propone el Corán por inspiración
del Levítico (es curioso, pero en lo único que están de acuerdo judíos y
musulmanes es en la dieta).
Pero eso no es lo peor. ¿Os imagináis que en Galicia no solo
estuviese prohibido comer carne de cerdo –y sus embutidos y demás derivados–,
sino también, como propone el citado libro del Antiguo Testamento, aquellos
animales marinos que no tuviesen espina y escama? (¿o era escama y aleta? Ahora
ya no lo recuerdo). La gastronomía gallega se quedaría sin sus iconos: la
lamprea, las anguilas, el pulpo, el peixesapo… ¿qué sería de Redondela si comer
chocos fuese una herejía? Me imagino a mi amigo José Carnero convertido en una
especie de Al Capone del Berbés, vendiendo clandestinamente, centollas, nécoras,
cigalas, bogavantes y camarones.
Sin el Cid hoy seríamos mucho más pobres. Ni licor café, ni
aguardiente, ni albariño, ni condado, ni ribeiro, ni godello de Monterrei y de
Valdeorras, ni Mencía de Amandi; tampoco tendríamos vino de O Rosal, y las mil
y una fiestas gastronómicas de Galicia quedarían relegadas al pan de millo, el
churrasco, las sardinas, el carnero al espeto y cuatro cosas más. A ver qué
haría Lalín sin su cocido y Melón sin su choricera y A Cañiza sin sus
bocadillos de jamón.
En fin. Que Galicia es injusta con sus héroes. ¿Por
qué la capital no es Compostela del Cid? El apóstol Santiago llevaba ya más de mil
años muerto cuando aquí se estaba decidiendo nuestra dieta atlántica y el
futuro de nuestra industria agroalimentaria. Pero a un obispo de Iria Flavia se
le ocurrió la idea de propagar el bulo de que el hijo del Zebedeo había llegado
en una barca de Piedra hasta Padrón y luego había sido trasladado en un carro de
bueyes hasta Compostela por sus pupilos. ¿Qué perseguía? Está claro. Quería hacerle la competencia a Roma y a Jerusalén en el peregrinaje, que era el turismo de la Edad Media. Es el claro
ejemplo de que unos cardan la lana y otros se llevan la fama, como sucedió con
Colón que llevó sus naves al otro mundo pero el que le puso nombre al nuevo
continente fue Amérigo Vespucci.
Lo dicho. Una cosa es el jamón y otra muy distinta la
mojama. Qué para gustos hay colores y sabores, cierto. Pero la gracia del tema
está en poder elegir y no estar a merced de un libro tan críptico atribuido al
mayor zoquete del Antiguo Testamento, (Será por eso que eligieron a un actor
tan malo como a Charlton Heston para hacer el papel de Moisés) quien se cubrió
de gloria llevando cuarenta años al pueblo de Israel por el desierto cuando el
viaje, con un guía medianamente decente, se habría podido saldar en cuatro o
cinco semanas: en diez, a lo sumo. El hombre al que Jehová dejó a las puertas
de la Tierra Prometida, en justo castigo por su incompetencia, se convirtió en
el perpetrador de que mil quinientos millones de personas en el mundo tengan
prohibido comer anguilas guisadas, conejo a la cazadora, lacón con grelos, chocos en su tinta y un millar y medio de recetas más que forman parte de nuestro patrimonio gastronómico.
Y vosotros me diréis. Seguro. Pero hay más de tres mil millones que no
podrán comer un par de huevos en su vida por culpa del Fondo Monetario Internacional,
el Banco Mundial, Lehman Brothers, el pirata Morgan y toda la banda de
expoliadores que han hecho que en este mundo los ricos sean más ricos y los
pobres más pobres. Y, es cierto. Y para colmo, también Charlton Heston hizo del Cid en el cine.
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