Se impone un cochinillo tierno, de 4 a 5 kilos, mejor con denominación de origen, como éste de Segovia. ©F.J.Gil |
Llega el momento de despedir 2012, un ritual que repetimos
cada año y que consiste, por lo general, en conjurar los reunidos alrededor de
una mesa para que todos los males que nos han caído a lo largo de los últimos
12 meses se vayan con las campanadas de las 12 mientras tomamos las uvas. Al
igual que la de los doce apóstoles, es una última cena.
Como suele tratarse de cenas multitudinarias, esto es, con
más comensales de los que son habituales en la casa y lo mejor es enemigo de lo
bueno, para quienes no quieran complicarse la vida en la cocina lo más
recomendable es recurrir a los asados.
El asado tiene la gran ventaja de que se lleva a la mesa la comida
caliente, sin el inconveniente de tener que estar en la cocina hasta el último
minuto atendiendo sartenes y tarteras.
Antes de la llegada de la avicultura intensiva, el rey de
una buena mesa era un pollo de buena crianza, mejor dos, con unas patatitas que
se asaban en su compañía y el relleno. Nunca olvidaré aquellos buenos pollos de
mi infancia, tal vez sugestionado por el hecho de que en la década de 1960,
cuando era un lector asiduo del “Pulgarcito”, “Tiovivo” y otros tebeos, todas
las historias de los especiales de Navidad acababan siempre bien y en casi
todas, la última viñeta se resolvía delante de una mesa de opulentas viandas
presidida por un pollo de generosas dimensiones. De todos ellos, el pollo de
Carpanta era siempre el más celebrado. Entre el pollo y el besugo, es decir, el
ollomol, prefería el pollo.
Con el paso del tiempo y la escasez de los buenos pollos de
casa, las cenas navideñas han ido cambiando de protagonistas. El cordero y el
cochinillo se van introduciendo en los menús de estas fiestas y juega en su
favor el hecho de que si la materia prima es de buena calidad no requiere de
ornamentos para triunfar en la mesa. Al igual que hay quienes se confiesan más de los Rolling
Stones que de los Beatles en las cosas de comer también existen preferencias.
Yo os brindo ambas opciones Un cordero lechal, no precisa más que de agua y sal
como compañeros de viaje en su hora y tres cuartos de asado en un horno a 160
grados.
Pero como ya me ocupé en su día del cordelo lechal (si
queréis refrescar la memoria no tenéis más que pinchar Aquí), ahora le toca el
turno al cochinillo, que en tierras castellanas conocen también como tostón. Al
igual que con el cordero, veréis montones de recetas, sobre todo en internet, y
muchas de ellas presumen de ser la verdadera. Como la verdad es un concepto
abstracto y el cochinillo es algo concreto y tangible, yo prefiero
recomendaros, no una receta virtual, sino una real: la que ofrece Emilio
Alonso, propietario del asador de Roa, en Ourense. Este veterano maestro asador
posee una más que acreditada habilidad en la materia. En los más de tres años y
medio que lleva abierto su establecimiento en la calle San Miguel nunca se ha
apagado el fuego de su horno. Esto me recuerda lo que se decía en tiempos de
Franco, para subrayar que el dictador era un trabajador infatigable: “jamás se
apaga la luz de El Pardo”, supongo que para superar a Stalin, de quien Pablo
Neruda decía en su “Canto General” que “tarde se apaga la luz de su cuarto. El
mundo y su patria no le dan reposo”.
Emilio Alonso, propietario del Asador de Roa, luciendo su medalla de Maestro Asador que es como la Laureada de San Fernando pero en el terreno gastronómico. ©F.J.Gil |
Pero volvamos a lo nuestro. La receta del cochinillo asado
tal como la hace (y magistralmente, doy fe) Emilio.
Los ingredientes son elementales. Medio cochinillo limpio (2
kilos a 2,5 kilos) da para cuatro raciones. Lo podemos llevar al horno en una
fuente de barro grande o bien partimos esa mitad en dos cuartos y lo llevamos
en sendos platos de barro. El horno tiene que estar previamente caliente, a 160
grados, con fuego arriba y abajo. Ponemos un poco de agua en el fondo de la
fuente o del plato y colocamos el cochinillo con la piel para el fondo del
plato. Aplicamos una generosa ración de sal por el lado que queda expuesto (es
decir el contrario a la piel) y metemos al horno durante una hora y media a
hora y tres cuartos. Una visita de vez en cuando para ver si se ha quedado
seco, no viene mal.
Pasado el tiempo, le damos la vuelta, quedando la piel para
arriba, y aumentamos la temperatura a 180 grados durante los siguientes 15 a 20
minutos. El cochinillo ya está cocido pero esta parte final tiene por objeto
que la piel se ponga crujiente y tostada, perdiendo en la operación todas sus
grasas que pasan a la salsa.
Terminada la operación se lleva a la mesa, todavía caliente.
Si queremos afinar en los tiempos, y que no haya que
recalentarlo, lo mejor es que ese primer tramo de la cocción, de hora y tres
cuartos se haga antes de la cena y se retire, dejando la fase del tostado para
el momento en el que nos sentemos a la mesa. Así, mientras tomamos los
entrantes, el cochinillo se termina sin problema.
En los asadores castellanos, especialmente en los segovianos,
se sirve con una ensalada de lechuga y cebolla, pero en casa, podemos darle
otras compañías que juzguemos más convenientes: no seré yo quien se escandalice
por servirlo con unas patatas fritas y/o unos pimientos asados…
Un cuarto delantero de cochinillo ya asado, listo para comer: crujiente, tostado y sabroso. ©F.J.Gil |
Para el caso de que los conjuros no funcionen en la noche de
fin de año, el cochinillo nos garantizará una cena sabrosa.
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