Se han cumplido nueve meses desde el desastre ocurrido en la
central nuclear de Fukushima Daiichi. El terremoto y el maremoto son minucias
que ya han pasado a la historia. Japón es un país rico y con mucha capacidad
para sobreponerse a ese tipo de desgracias. Pero Fukushima es otra cosa. Tras
nueve meses, el tiempo de un parto, la central nuclear nos deja su regalo
envenenado: un radio de veinte kilómetros a los que no podrán regresar sus
antiguos habitantes durante décadas; el desmantelamiento de una central nuclear
fuera de servicio que requerirá miles de
trabajadores durante cuarenta años; más de cuarenta y cinco millones de metros
cúbicos de residuos radiactivos que tardarán siglos en volver a ser inertes;
todo un mar plagado de cesio radiactivo, un isótopo altamente cancerígeno que
está alimentando los atunes y demás
peces del Mar del Japón y numerosa fauna y flora del Pacífico. El legado maldito de Fukushima Daiichi nos
perseguirá durante generaciones y da igual que estemos al otro lado del mundo,
para la radiactividad también existe la globalización.
Si tuviéramos que evaluar los costes de todos estos perjuicios,
incluyendo las indemnizaciones a los miles de granjeros que durante años y años
tendrán que arrojar a la basura sus cosechas y a los ganaderos que no podrán
vender la leche o la carne o cualquier otro producto, la cifra resultaría tan
astronómica que nos habría dado recursos suficientes como para organizar no
una, sino varias expediciones a Marte. Estos son los costes de la energía
nuclear que sus defensores ocultan
cuando echan las cuentas de la lechera y nos tratan de vender la moto de que es
la energía más limpia y barata que existe. Barata, nada y limpia, tampoco.
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