La estación de Arbo en la década de 1990 presentaba un lamentable estado de abandono, como prácticamente todas las estaciones de Galicia en las que habían eliminado el personal. ©F.J.Gil |
Arbo no es el único caso. Hay muchísimas estaciones gallegas
en las que Adif ha realizado un ímprobo esfuerzo por adecentarlas, restaurarlas
y adaptar los andenes a los nuevos trenes que circulan por esas vías para que
los viajeros tengan mayor comodidad a la hora de subir o bajar de ellos. Hay que añadir,
también, la importante tarea de restauración llevada a cabo por la Diputación
de Ourense en pequeñas estaciones de la línea de Zamora, singulares modelos de
la arquitectura regionalista tan en boga en la década de 1940. La referida
diputación, no solo las adecentó sino que las dotó de contenidos para que
resultasen atractivas al viajero ferroviario pero también al turista que podría
encontrar en cada una de esas estaciones un elemento visitable.
Se diría que estas acciones tenían un objetivo: devolver el
servicio ferroviario al lugar que le corresponde, que es proporcionar un medio
de transporte ecológico, económico y social para facilitar la vida del rural
gallego. Nada más lejos de la realidad. Los pueblos y villas gallegas tienen
ahora lustrosas estaciones en las que ya no paran los trenes. En aquellas que
lo hacen, tienen un horario tan incongruente que no prestan ningún servicio.
Sin duda ese es el objetivo, para poder suprimirlos de inmediato. Así que, Adif
se ha gastado un pastón en adecentar las estaciones de los pueblos y Renfe sacó
a concurso contratos mil millonarios (de miles de millones de euros) para la
compra de nuevas series, carísimas todas ellas, de trenes para servicios
regionales que tienen un coste tan alto por viajero que los hace inviables.
¿Cuál fue la solución de los directivos de Renfe? Eliminar la palabra regional
de sus trenes. Ahora son de media distancia. Es decir, ya no sirven para lo que
habían nacido, para unir pueblos, sino para pavonearlos por una vía que ofrece
a los vecinos de Arbo la posibilidad de ir a Valladolid, pero en cambio no
pueden, como hacían antes, ir a trabajar o a estudiar en tren a Ourense o a
Vigo. Digo el caso de Arbo, porque mientras estaba allí, charlando en un bar
cercano a la estación me contaban el caso de un joven que se había matriculado
en un ciclo formativo superior de protésico dental en Ourense. Cogía el tren
que pasaba por Arbo poco antes de las ocho de la mañana, llegaba a Ourense a
las nueve menos veinte, iba a clase y podía regresar a su casa en el tren de
las 15.27. Con un bono mensual, el tren le salía muy barato, como tiene que
ser. Pero llegó la Pastor y se cargó el tren que salía a las siete menos diez
de la mañana de Vigo y el tren que regresaba a las tres y media de la tarde
desde Ourense. La Pastor no solo jodió al pobre estudiante de Arbo; también a
los que iban desde Ribadavia a trabajar a Ourense, a los que iban a recibir
tratamiento al hospital y a todos los que iban a hacer gestiones. El tren de
las siete de la mañana tenía una ocupación baja, alrededor de cincuenta o
sesenta personas de media, entre Vigo y Ourense, la mayoría usuarios del tren
que lo cogían en estaciones como Redondela, Guillarei, Salvaterra, Arbo… no
tienen otro medio de comunicación con Ourense, Monforte o la comarca de Valdeorras
(no hay autobuses de línea entre la mayoría de las localidades por las que pasaba
ese tren).
La solución razonable, la que ya utilizaron en Alemania y en Suiza en la década de 1950, era diseñar trenes de menor coste por viajero para la explotación de las líneas secundarias. Pero aquí había que sorprender a las grandes multinacionales ferroviarias con contratos fabulosos para la fabricación de trenes que terminarán vendiéndose de segunda mano con muy poco uso. El dinero se usa para el despilfarro y para comprar votos en las ciudades, a costa de dejar sin servicio la mayor parte de la geografía gallega. Así que en vez de poner un tren de cincuenta a cien plazas de bajo consumo, se inventaron el contratazo de las unidades 449 de cinco coches que van muertas de risa en viajes de “media distancia” tan disparatados como Vigo-Valladolid-Madrid. Desde Redondela podré ir a comer un cochinillo a Arévalo en tren, pero no a tomar una lamprea a Arbo. Y los de Arbo ya no pueden ir de compras ni a Vigo ni a Ourense porque le han quitado los trenes. Los ven pasar. Ahora ven pasar más trenes que nunca: cuatro diarios de Vigo a Madrid y otros tantos en sentido contrario. Desde Redondela hay varios trenes cada día para ir y volver a Ávila, a Segovia, a Valladolid, incluso a Las Navas del Marqués, Robledo de Chavela o a El Escorial. Pero en cambio ya no puedo ir a Os Peares o a Barra de Miño o a Canabal o simplemente a Crecente y volver en el día.
La solución razonable, la que ya utilizaron en Alemania y en Suiza en la década de 1950, era diseñar trenes de menor coste por viajero para la explotación de las líneas secundarias. Pero aquí había que sorprender a las grandes multinacionales ferroviarias con contratos fabulosos para la fabricación de trenes que terminarán vendiéndose de segunda mano con muy poco uso. El dinero se usa para el despilfarro y para comprar votos en las ciudades, a costa de dejar sin servicio la mayor parte de la geografía gallega. Así que en vez de poner un tren de cincuenta a cien plazas de bajo consumo, se inventaron el contratazo de las unidades 449 de cinco coches que van muertas de risa en viajes de “media distancia” tan disparatados como Vigo-Valladolid-Madrid. Desde Redondela podré ir a comer un cochinillo a Arévalo en tren, pero no a tomar una lamprea a Arbo. Y los de Arbo ya no pueden ir de compras ni a Vigo ni a Ourense porque le han quitado los trenes. Los ven pasar. Ahora ven pasar más trenes que nunca: cuatro diarios de Vigo a Madrid y otros tantos en sentido contrario. Desde Redondela hay varios trenes cada día para ir y volver a Ávila, a Segovia, a Valladolid, incluso a Las Navas del Marqués, Robledo de Chavela o a El Escorial. Pero en cambio ya no puedo ir a Os Peares o a Barra de Miño o a Canabal o simplemente a Crecente y volver en el día.
La disculpa de mal pagador del Ministerio de Fomento de que eran líneas poco rentables
no se sostiene por una administración que le niega este servicio a los
ciudadanos más desfavorecidos y en cambio con sus impuestos paga a Ryanair, a
Easy Jet, a Vueling y a otras líneas low cost para que mantengan sus vuelos con
Alvedro o Lavacolla, o paga el peaje de la autopista Ourense-Santiago entre
Ourense y Lalín o el del puente de Rande a los usuarios entre Vigo y O Morrazo.
¿Cómo se explica esto? Con dos justificaciones muy sencillas. La primera, los
políticos utilizan el dinero público no para el servicio público, sino para
comprar votos. Por eso pagan 15,33 millones de euros al año por mantener
gratuito el peaje entre Ourense y Dozón, pero les parecía un disparate supino
pagar 1,3 millones por mantener el tren entre Ourense y Puebla de Sanabria
(insisto en que Renfe le robaba a la Xunta –y pongo el énfasis en el verbo
robar, aquí no lo utilizo como metáfora– cuando le cobraba semejante disparate).
La compra de votos, que todavía no está tipificada en el código penal, es la
herramienta con la que los gobiernos de la Xunta y Madrid dispendian
los fondos públicos. Y hoy lo hacen Rajoy y Feijoo, pero antes fueron Zapatero
y Touriño. La estupidez no tiene color político.
Esa era la primera explicación. La segunda es mucho más sencilla.
Los políticos no viajan en tren. La anécdota del reportaje anterior, del
ministro de transportes y el presidente de Renfe que cogieron el tren en la
parada anterior para hacer el paripé de que llegaban a inaugurar la estación de Vigo en un tren como todos los viajeros es
el paradigma de una casta gobernante que dirige los destinos ferroviarios del
país. Ni viajan en tren ni estuvieron nunca en el paro. Por eso les resulta tan
fácil hablar del paro y del tren –hablar boberías, naturalmente–y tan difícil
resolver los problemas que estas cuestiones entrañan.
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