Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, decía Césare Pavese. Pero
nunca tendrá los ojos de Ángel Llanos. Sus ojos, los que miraron y encuadraron
cámaras de placas de cristal con lámparas de magnesio con las que retrató en su
estudio a miles de vigueses, cámaras de fuelle y lámparas sobrevoltadas,
cámaras telemétricas, cámaras réflex y cámaras digitales, esos ojos están
plasmados en millones de instantes de la vida de una ciudad, que capturó en
forma de fotografías. Para Llanos, daba igual la cámara: lo importante era que
siempre estaba allí. Allí donde el fotógrafo tenía que certificar un
acontecimiento.
Al igual que a Guillermo Cameselle, a Ángel Llanos lo conocí
en el verano de 1981. El verano en el que se casó Lady Di con el Príncipe de
Gales. Nosotros no fuimos a la fiesta de aquella boda. Fuimos a hacer
reportajes por las fiestas de Bouzas, de Cabral, de Coia. Llanos era el
fotógrafo comodín, el todo terreno del que echaban mano en la redacción de Faro
de Vigo cuando sus fotógrafos de plantilla, Cameselle y Magar estaban ocupados.
Y en el Vigo de los primeros años de la década de 1980, con el bullir de una
reconversión industrial y una democracia que todavía no era ni preadolescente los
fotógrafos de plantilla estaban siempre en alguna carga policial, en algún pleno
de la corporación o en alguna rueda de prensa del Celta. Ángel tenía, entonces
su estudio en la calle Colón, al lado de la redacción local del Faro, aunque
trabajaba para la Voz de Galicia, que estaba unos metros más allá, en la calle
Uruguai, muy cerca de la confitería Solla. Pero daba igual. Llanos podía
trabajar para Faro y Voz, dos acérrimos competidores, sin que hubiese ningún
problema. Él tenía carrete para dos periódicos y si era necesario, para cuatro.
Para cuando Llanos se convirtió en el fotógrafo para echar mano en caso de
necesidad, ya tenía tras de sí una carrera de larguísimo recorrido que le había
llevado a ser fotógrafo de guerra y testigo de la explosión industrial de Vigo
y de su desarrollo.
Me gustaba ir a su casa, allí en Colón. Era un mundo. Un
aleph borgiano, en el que cabía todo: el estudio fotográfico, la vivienda del
artista y su familia y una cocina en la que te podías sentar a charlar con
quien entraba por allí de visita mientras él terminaba en el cuarto oscuro de
realizar un trabajo.
–¿Quieres un trozo de budín? –me decía Chicha con una
amabilidad casi maternal. Claro que quería. A esas horas de la tarde, aquel
budín (ella, al igual que yo, tampoco le llamaba pudding) entraba de maravilla,
sobre todo con una copita de moscatel.
–Está rico, Chicha. ¿Lo hiciste tú?
–Está bueno, sí. Lo hizo Llanos.
La cocina daba para
atrás y te permitía descubrir el mundo insólito de los patios de manzana de
Príncipe, Colón y Policarpo Sanz, condenados y aislados en el medio de la
ciudad. Allí había árboles de todo tipo, maleza y ruinas de casas que habían
quedado ahogadas por otros edificios que se le habían impuesto por delante. Era
como el archivo fotográfico del propio Llanos en el que se juntaban las placas
y los negativos de tres generaciones de fotógrafos.
A veces llegaba casi a la hora de cenar para pedirle que me
acompañase a una información de última hora y Llanos, se levantaba de la mesa
con una sonrisa como si una bella dama lo hubiese invitado a bailar. Era
atento. Era un Santo. Para la mayoría de sus colegas era el Padre Llanos. Y en
verdad es que ejercía ese papel, sobre todo con nosotros que éramos los más
jóvenes.
En el aeropuerto de Peinador, en un acto de reivindicación organizdo por Leri, allá en 1982. Leri y Llanos (izquierda y derecha) con Chito Riera de pie en medio de ambos. |
Podría parecer frágil y ya tenía 66 años cuando lo conocí. Pero
nadie se le enfrentaba. Y a mí me salvó en más de una ocasión de algún lío.
Recuerdo, en aquel verano, un crimen en la Rúa de Santiago, en los aledaños de
la Herrería, al que me mandaron a investigar y hacer la información. El
ambiente no era, precisamente, cordial con un periodista y a mí se me veía la
cara de novato a un kilómetro. Mientras Llanos hacía las fotos por la zona,
documentando los charcos de sangre donde se habían asestado las puñaladas me vi
rodeado de un elenco singular en el que no faltaban proxenetas y otros
rufianes. Pero allí estaba Llanos, que se acercó enseguida y con una autoridad
que convertía aquella figura menuda en un gigante hizo que todos aquellos
elementos se amilanaran. No me preguntéis cómo.
Empecé a tratarlo, cada vez con más frecuencia. Y sentí, al
igual que el resto de mis compañeros esa paternal y a la vez magistral actitud
de quien está de vuelta de todo, pero nunca jamás hace ostentación de todo lo
que sabe o ha hecho. Eso lo ibas descubriendo poco a poco. Cuando te enseñaba
una foto y te explicaba cómo había conseguido un efecto determinado, o cómo se
preparaba él mismo los baños de revelado, el fijador y todos los productos
químicos que eran necesarios para su profesión. A cada uno de nosotros nos
sorprendía algo de él. Recuerdo que a Fernando Ramos le llamaba la atención
cómo le había estampado la Laureada de San Fernando en el retrato fotográfico
del general Varela, como si se la hubiese impuesto el mismísimo Franco, el
mismo día que se la otorgaron. Xesteira me contaba cómo en una visita a Citroën
de un Ministro de Trabajo, Llanos se subió por algún escondrijo de la factoría
para hacer una foto panorámica y dio un paso en falso y se cayó delante del
mismísimo ministro desde tres metros de altura. Sin inmutarse, como si hubiera
sido un salto premeditado, se levantó, le hizo la foto al ministro y su séquito
y se fue. A mí me emocionaba la historia de una foto que tenía en un cajón de
su estudio: era una pareja joven. Él vestido de soldado. Ella con un traje
oscuro. Aparentemente, no tenía nada de espectacular, salvo por el hecho de que
aquella había sido una foto imposible. Él se había marchado al frente y se hizo
la foto antes de partir, en 1936. Era la única foto que tenía ella de su hombre
y nunca habían tenido ocasión de hacerse una juntos. Llanos, entonces, le había
hecho la foto a ella, las compuso y, sin el photoshop, ni los artilugios de
ahora, convirtió dos trozos de papel en un matrimonio al que la guerra había separado para siempre. La
magia de Llanos, del Padre Llanos, había conseguido que aquella mujer pudiera
mostrar a su hijo una foto de sus padres juntos.
Navidades de 1988. Periodistas y concejales compartiendo un día de tregua. |
El archivo de Llanos es, posiblemente, el más importante de
la historia de Vigo. Sin duda. Porque cuando Pacheco ya había cerrado su
estudio, Llanos siguió. Algún día alguien tendrá que recuperarlo, catalogarlo y
enseñárselo a las generaciones de la cámara en el móvil.
Vendrá la muerte y tendrá
los ojos de todos nosotros. Pero los tuyos no, querido Llanos. Los tuyos están
en cada una de las fotos que hiciste. Millones de fotos. Su obra, esté donde
esté, es patrimonio de todos, como un buen legado cultural. Aunque, lo siento,
el budín no. Ese recuerdo lo quiero para mí.
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