A Marina Molares que a veces me lee desde Portugal. Nuestra amistad ya ha superado la edad de Cristo.
Me gusta ir a Portugal. No hay lugar en el mundo en el que
me sienta mejor acogido. Recientemente hice un recorrido por toda la región
Norte gracias al cual conocí rincones sorprendentes y me sirvió para ratificar
mi teoría de que, al contrario de lo que algunos piensan, los portugueses son
una versión avanzada de lo que somos nosotros. Es cierto. A veces resultan
excesivamente hiperbólicos, pero incluso sus exageraciones están cargadas de
lirismo y, a veces, de ironía.
Su condición de adelantados la podemos constatar en
numerosos campos: llegaron a la democracia antes que nosotros y lo hicieron con
una revolución que fue tan singular como ejemplarizante por su cariz pacífico.
Su revolución enológica, prestándole más atención y cuidado a la elaboración de
los vinos, se adelantó más de una década a la gallega. Recuerdo,
cuando era infante, que mientras aquí seguíamos escuchando la radio en Onda
Media, ellos ya tenían emisoras de FM en estéreo y en esa misma época nos
daban sopas con hondas en turismo rural.
Si queremos ver lo que nos va a pasar con la crisis y el
rescate de nuestros amigos europeos no tenemos más que cruzar el Miño o la raya
seca y ver la situación de Portugal: las carreteras están llenas de tráfico
porque no hay dinero para pagar los peajes. En las ferias y tiendas ya solo
compran los extranjeros y han convertido el shopping en su principal
entretenimiento. ¿Dónde están los miles de portugueses que venían a Vigo los
sábados y llenaban El Corte Inglés, y se gastaban miles de escudos en los
comercios, en los restaurantes, en los hoteles y en los bingos gallegos? Se
quedan paseando por sus grandes centros comerciales de las afueras de las
ciudades, que allí se está calentito y el estacionamiento es gratuito. Recuerdo
que cuando Zapatero decía que la banca española jugaba en la Champions League,
una funcionaria portuguesa me contaba que el empobrecimiento de su salario le
había abocado a comprar en los bazares chinos hasta la ropa que llevaba puesta.
Aquello tenía que haber sido
una premonición. Estar en Europa tuvo muchos, muchísimos beneficios: para la
banca, para las grandes empresas que pudieron disfrutar del movimiento libre de
capitales y mercancías y exportar como nunca e importar también; para los políticos que dispusieron de miles
de millones de euros con los que hacer obras que podían inaugurar en cada
campaña electoral. En estos viajes que os comentaba por Portugal, llegué a
circular por vías rápidas que ni siquiera estaban todavía en los mapas, de
tantas que hicieron con dineros que llovían de Bruselas. Pero a la hora de
pagar los despilfarros, de enfrentarse a una crisis, ¿Quién paga los platos
rotos? Como no se puede devaluar la moneda, porque ya no es nuestra (y además
eso perjudicaría a nuestros amigos que a la vez son quienes nos mandan y
nuestros competidores), pues se devalúa la calidad de vida de los ciudadanos.
Devaluar salarios, prestaciones sociales, servicios públicos y a la vez subir
impuestos es llevarnos a pasos agigantados hacia los procelosos dominios de la
pobreza. Y en eso, desgraciadamente, también van por delante mis queridísimos amigos
portugueses. Su drama, es un aviso del que será nuestro drama en unos meses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario