martes, 2 de octubre de 2012

Uns vão bem e outros mal

A Marina Molares que a veces me lee desde Portugal. Nuestra amistad ya ha superado la edad de Cristo.
 
Me gusta ir a Portugal. No hay lugar en el mundo en el que me sienta mejor acogido. Recientemente hice un recorrido por toda la región Norte gracias al cual conocí rincones sorprendentes y me sirvió para ratificar mi teoría de que, al contrario de lo que algunos piensan, los portugueses son una versión avanzada de lo que somos nosotros. Es cierto. A veces resultan excesivamente hiperbólicos, pero incluso sus exageraciones están cargadas de lirismo y, a veces, de ironía.
Su condición de adelantados la podemos constatar en numerosos campos: llegaron a la democracia antes que nosotros y lo hicieron con una revolución que fue tan singular como ejemplarizante por su cariz pacífico. Su revolución enológica, prestándole más atención y cuidado a la elaboración de los vinos, se adelantó más de una década a la gallega. Recuerdo, cuando era infante, que mientras aquí seguíamos escuchando la radio en Onda Media, ellos ya tenían emisoras de FM en estéreo y en esa misma época nos daban sopas con hondas en turismo rural.
Si queremos ver lo que nos va a pasar con la crisis y el rescate de nuestros amigos europeos no tenemos más que cruzar el Miño o la raya seca y ver la situación de Portugal: las carreteras están llenas de tráfico porque no hay dinero para pagar los peajes. En las ferias y tiendas ya solo compran los extranjeros y han convertido el shopping en su principal entretenimiento. ¿Dónde están los miles de portugueses que venían a Vigo los sábados y llenaban El Corte Inglés, y se gastaban miles de escudos en los comercios, en los restaurantes, en los hoteles y en los bingos gallegos? Se quedan paseando por sus grandes centros comerciales de las afueras de las ciudades, que allí se está calentito y el estacionamiento es gratuito. Recuerdo que cuando Zapatero decía que la banca española jugaba en la Champions League, una funcionaria portuguesa me contaba que el empobrecimiento de su salario le había abocado a comprar en los bazares chinos hasta la ropa que llevaba puesta.
Aquello tenía que haber sido una premonición. Estar en Europa tuvo muchos, muchísimos beneficios: para la banca, para las grandes empresas que pudieron disfrutar del movimiento libre de capitales y mercancías y exportar como nunca e importar también;  para los políticos que dispusieron de miles de millones de euros con los que hacer obras que podían inaugurar en cada campaña electoral. En estos viajes que os comentaba por Portugal, llegué a circular por vías rápidas que ni siquiera estaban todavía en los mapas, de tantas que hicieron con dineros que llovían de Bruselas. Pero a la hora de pagar los despilfarros, de enfrentarse a una crisis, ¿Quién paga los platos rotos? Como no se puede devaluar la moneda, porque ya no es nuestra (y además eso perjudicaría a nuestros amigos que a la vez son quienes nos mandan y nuestros competidores), pues se devalúa la calidad de vida de los ciudadanos. Devaluar salarios, prestaciones sociales, servicios públicos y a la vez subir impuestos es llevarnos a pasos agigantados hacia los procelosos dominios de la pobreza. Y en eso, desgraciadamente, también van por delante mis queridísimos amigos portugueses. Su drama, es un aviso del que será nuestro drama en unos meses.

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